Sake para seis

El acercamiento de las repúblicas de Asia Central a Japón encierra riesgos ocultos

El actual cumbre «Japón–Asia Central» se esperaba desde hace casi año y medio. Debería haberse celebrado ya en agosto de 2024 en Kazajistán. Sin embargo, literalmente en vísperas del evento, el 8 de agosto, se produjeron sacudidas sísmicas de magnitud 7,1 en la zona de la isla de Kyūshū. Además, los sismólogos japoneses advirtieron entonces de la posibilidad de terremotos aún más destructivos en un futuro próximo. Debido a la amenaza sísmica, el entonces primer ministro de Japón, Fumio Kishida, no se atrevió a abandonar el país y pospuso la cumbre por tiempo indefinido.

Llegar antes del terremoto

No se fijó una nueva fecha para la cumbre de inmediato. Durante algún tiempo solo se hablaba de un período aproximado para su celebración, concretamente de mediados de diciembre de 2025. Y finalmente se anunció de manera oficial que la cumbre se celebrará los días 19 y 20 de diciembre en Tokio.

Por ironías del destino, a menos de dos semanas de la fecha prevista llegó una nueva advertencia de los sismólogos japoneses. Esta vez afirmaron que quienes debían prepararse para un terremoto eran los habitantes de Tokio y de las zonas aledañas. Según sus estimaciones, los temblores podrían ser tan potentes que causarían la muerte de 18.000 personas y provocarían daños totales por valor de 535.000 millones de dólares.

A una persona impresionable podría parecerle que contra la cumbre «Japón–Asia Central» se hubieran rebelado los espíritus kami japoneses, el gigantesco siluro Namazu, encargado de los terremotos, o incluso la propia diosa del sol Amaterasu. Por suerte, se aclaró que, al hablar de un posible seísmo, los científicos se referían a una perspectiva bastante lejana: los próximos treinta años. Un plazo más que suficiente para que los líderes de las repúblicas de Asia Central puedan participar en la cumbre y regresar sanos y salvos a sus países, por lo que se decidió no cancelar el encuentro.

¿Qué tiene que ver aquí la democracia?

En general, la historia de la cumbre «Japón–Asia Central» se remonta a 2004. Fue entonces cuando, en Astaná, se anunció el inicio del diálogo entre los gobiernos de los países de la región y el País del Sol Naciente. En aquel momento se formularon también los objetivos principales de ese diálogo:

▪️ fortalecimiento de la paz, la estabilidad y la democracia en Asia Central;
▪️ refuerzo del potencial económico de la región, realización de reformas y desarrollo social;
▪️ intensificación de la cooperación intrarregional;
▪️ desarrollo de las relaciones entre Asia Central, Japón y la comunidad internacional;
▪️ profundización de la cooperación de Japón con los países de Asia Central.

Cabe señalar que las reuniones en el marco del diálogo «Japón–Asia Central» celebradas desde 2004 no habían superado el nivel de ministros de Asuntos Exteriores. En esta ocasión, sin embargo, en la cumbre participarán los líderes de los cinco países de Asia Central, así como la primera ministra de Japón, Sanae Takaichi. Precisamente por ello, la cumbre actual se califica como histórica. Así, parafraseando al Voland de Bulgákov, se puede decir: «Hoy en Tokio habrá una historia interesante».

¿Qué puede haber, no obstante, en esta cumbre que no haya estado presente en foros similares con otros socios de las repúblicas centroasiáticas?

Si hablamos sin rodeos, el esquema de este tipo de cumbres aplicado a Asia Central es conocido desde hace tiempo y suena aproximadamente así: recursos a cambio de dinero y tecnologías. El proveedor de recursos, en este caso, son las repúblicas de Asia Central, con sus abundantes reservas de todo tipo, mientras que Japón aporta el dinero y las tecnologías. Un esquema muy similar funciona en las relaciones entre Asia Central y Estados Unidos, Asia Central y China, Asia Central y la Unión Europea, y Asia Central y Rusia (aunque en este último caso existen matices muy específicos relacionados con las sanciones occidentales). Solo que a veces, como en el caso de Estados Unidos, hay que tratar con un socio más agresivo, y otras, como con la Unión Europea, con uno más civilizado. Sin embargo, los detalles no alteran la idea general de obtener beneficios para ambas partes. Otras tareas, como el desarrollo de la economía verde o de programas educativos y culturales, son un complemento agradable, aunque en los últimos tiempos ya obligatorio.

El carácter pragmático de las relaciones interestatales y supranacionales contemporáneas conduce a que los objetivos estratégicos declarados anteriormente entren en conflicto con las tareas reales de la cumbre. Entre esos objetivos se encuentra, en particular, la idea proclamada ya en 2004 de fortalecer la paz, la estabilidad y la democracia en Asia Central.

La cumbre «Asia Central + Japón» se celebrará en Tokio. Foto del sitio ocdn.eu

Y, en efecto, si uno se detiene a pensar qué relación tienen la democracia y la estabilidad con la situación actual de la región, surge la pregunta de qué pinta aquí, en general, el País del Sol Naciente. En primer lugar, la idea de democracia que tienen los japoneses puede ser muy particular y diferir considerablemente de lo que entienden por ella, por ejemplo, los estadounidenses, por no hablar de los europeos. En segundo lugar, ¿con quién exactamente piensan los japoneses fortalecer la democracia en Asia Central? ¿Con el dúumvirato kirguís Zhapárov–Tashíev? ¿Con Rahmón, que “democráticamente” reina en Tayikistán desde hace más de treinta años? ¿Con la dinastía Berdimuhamedow?

Y, en general, hablando con la mano en el corazón, cabe preguntarse hasta qué punto el fortalecimiento de la democracia está hoy vinculado al fortalecimiento de la paz y la estabilidad. El ejemplo de Rusia demuestra que, en condiciones de conflicto armado, la autocracia dispone de un recurso de movilización mucho mayor. Y, por desgracia, no se puede descartar la posibilidad de conflictos armados locales en la región. Basta con recordar las complejas relaciones entre Tayikistán y Afganistán, agravadas además por el factor chino. Dado el gran número de destacamentos islamistas armados en territorio afgano, se puede suponer que allí la situación puede estallar en cualquier momento. Y eso significa que el recurso movilizador del autoritarismo puede resultarle muy útil a Rahmón. Tampoco Turkmenistán puede presumir de vecinos especialmente seguros: además de Afganistán, limita también con Irán.

Quizá por eso, en los últimos años, los impulsos idealistas como la lucha por la democracia y los derechos humanos no solo han pasado a un segundo plano, sino que se han perdido en una perspectiva lejana y bastante nebulosa.

Un buen consejo es caro

En los últimos años, la política mundial ha experimentado cambios tectónicos. Estos cambios afectan a lo que en tiempos soviéticos se llamaba el papel de la personalidad en la historia. Los filósofos soviéticos no negaban por completo ese papel, pero, siguiendo a Marx y a Lenin, consideraban que lo principal eran las leyes objetivas del desarrollo social.

Por desgracia, el siglo XXI ha refutado esas teorías «objetivas». Hoy es precisamente la personalidad —ya sea Trump, Putin o Xi Jinping— la que determina tanto las circunstancias inmediatas de la vida de las personas como el curso de la historia mundial en su conjunto. Además, las figuras de alto rango no se distinguen por su coherencia. Y a veces, como en el caso de Trump, cambian sus posturas sobre la marcha y no recuerdan lo que dijeron ayer, o fingen no recordarlo.

Estos cambios han tenido múltiples consecuencias prácticas: desde el estallido de guerras grandes y pequeñas hasta la participación directa de los líderes de los Estados en procesos que antes se dejaban en manos de funcionarios ordinarios. Hoy no solo las cuestiones políticas, sino también las económico-empresariales se resuelven con frecuencia a nivel de contactos personales entre los máximos dirigentes.

Y estos dirigentes, insistamos, se comportan a menudo de manera totalmente incoherente. Precisamente por eso, los intentos de politólogos y publicistas de dar consejos sobre cómo tratar con uno u otro político no conducen a nada. Por mucho que se advierta, el resultado casi nunca es el esperado.

Tomemos, por ejemplo, la reciente cumbre «Asia Central–Estados Unidos», que aparentemente no presagiaba nada negativo. Sin embargo, hasta ahora no está del todo claro qué ocurrió realmente allí. Formalmente, todo fue de maravilla, algo de lo que incluso informó el Departamento de Estado estadounidense. Pero algunas consecuencias de la cumbre resultan algo enigmáticas. Así, Uzbekistán se convirtió de manera inesperada en un gran donante de la economía estadounidense. Inmediatamente después de la cumbre, Donald Trump anunció que Uzbekistán invertiría más de 100.000 millones de dólares en la economía de Estados Unidos. La pregunta es: ¿hay que alegrarse por ello o conviene esperar?

Un segundo punto curioso. Prácticamente justo después de reunirse con Trump, el presidente de Kazajistán, Tokáyev, viajó a un encuentro con el presidente Putin. La reunión transcurrió en un ambiente muy cálido y amistoso, tan demostrativamente cordial que algunos expertos vieron en ello una reacción de irritación tras la cumbre con Trump, que, al parecer, no se desarrolló exactamente como había previsto el líder kazajo.

Todo esto, sin embargo, puede pertenecer tanto al ámbito del análisis profundo como al de las conjeturas ociosas. Pero lo que resulta completamente evidente es que hoy la política mundial depende de manera fatal de las personalidades y de hasta qué punto estas logran entenderse entre sí.

Seguramente alguien dirá que siempre fue así. Y sí y no. Hoy en día, muchas cosas dependen no de consideraciones pragmáticas, sino de la autopercepción del político. Por ejemplo, Trump se ve a sí mismo como futuro ganador del Premio Nobel de la Paz, y Putin como reunificador de las tierras rusas. Y en el camino hacia el objetivo deseado, como se comprueba, todos los medios parecen válidos.

Talibán con falda

A la luz de todo lo anterior, resulta interesante observar quién es la actual primera ministra de Japón, Sanae Takaichi.

Para empezar, hay que señalar que la señora Takaichi es la primera mujer en ocupar un cargo estatal tan alto en el País del Sol Naciente. Y, naturalmente, por su psicotipo dista mucho de la imagen tradicional de la ama de casa japonesa. Su rasgo principal es la dureza. Resulta revelador que considere como su ideal a la «Dama de Hierro», Margaret Thatcher. Surge, por supuesto, la pregunta de hasta qué punto la sociedad japonesa, donde todavía imperan tradiciones bastante arcaicas, permitirá a una mujer política desplegarse plenamente. No obstante, la pregunta es más bien retórica, aunque solo sea porque la Dama de Hierro japonesa ya se ha convertido en líder del Partido Liberal Democrático gobernante y desde el 21 de octubre de 2025 ocupa el cargo de primera ministra.

Sanae Takaichi. Foto AP

El principal lema de Sanae Takaichi es: «¡Volver a colocar a Japón en la cima!». Este lema parece dialogar con el trumpiano «Hacer América grande de nuevo», pero entre ambos existe una diferencia fundamental. En los últimos cien años, Estados Unidos nunca dejó de ser grande; Japón, en cambio, tras la posguerra, pese a sus indudables éxitos económicos, avanzó dócilmente a la estela de EE. UU. Privado del derecho a poseer armas nucleares e incluso de un ejército propio —que pudorosamente se denominó «fuerzas de autodefensa»—, el País del Sol Naciente se orientó por una Constitución pacifista.

Sin embargo, el relevo generacional no pasó en vano para Japón. En el siglo XXI surgieron políticos con posiciones claramente nacionalistas e incluso belicistas. Uno de ellos fue el difunto primer ministro Shinzō Abe. A la señora Takaichi se la considera su heredera ideológica. Aún está lejos de Trump, pero también es propensa a gestos extravagantes y a ideas arriesgadas. Así, por ejemplo, en contra de la Constitución, propuso desplegar armas nucleares estadounidenses en las islas japonesas. Porque, naturalmente, un gran país debe estar armado hasta los dientes.

Esta postura no agrada, ante todo, a China, con la que Japón mantiene desde hace tiempo contradicciones profundas y muy dolorosas. Recientemente, este trasfondo dio lugar incluso a un escándalo diplomático público. Sanae Takaichi tuvo la imprudencia de declarar que una crisis militar en torno a Taiwán representa para Japón una «amenaza existencial» y que dicha amenaza podría obligar a la parte japonesa a «ejercer el derecho a la autodefensa colectiva».

Como es sabido, la República Popular China considera a la República de China (Taiwán) una parte inalienable de su territorio. Y aunque la inmensa mayoría de los países no reconoce la independencia de Taiwán, muchos mantienen con la isla estrechas relaciones informales, mientras que Estados Unidos le brinda un patrocinio y una protección directos. Precisamente por eso, la cuestión taiwanesa es extremadamente sensible para China continental, y las declaraciones de la primera ministra japonesa parecieron, desde la perspectiva china, una provocación directa.

En respuesta a las palabras de la jefa del Gobierno japonés, el cónsul general de la RPC en Osaka amenazó en redes sociales con «cortar la sucia cabeza de la señora Takaichi» si se entrometía en asuntos que no le incumbían. La publicación fue eliminada posteriormente, pero el escándalo fue mayúsculo. Quedó claro que la nueva primera ministra de Japón es perfectamente capaz de cruzar cualquier línea roja.

La referencia a cortar cabezas tampoco surgió por casualidad. Evidentemente, el diplomático chino aludía a la tristemente célebre masacre de Nankín durante la guerra chino-japonesa de los años treinta del siglo pasado. Entonces, militares japoneses exterminaron a cientos de miles de civiles chinos, y algunos incluso competían en decapitar a habitantes indefensos con espadas samurái. La crueldad japonesa de aquellos años conmocionó no solo a China, sino al mundo entero.

Teniendo en cuenta que Takaichi pertenece a esos políticos que visitan regularmente el santuario Yasukuni, donde se honra la memoria de los caídos japoneses —incluidos criminales de guerra ejecutados—, la alusión resultó absolutamente inequívoca. El escándalo llegó tan lejos que las autoridades japonesas pidieron a Estados Unidos que les brindara apoyo público ante la confrontación surgida con China. Al parecer, sin embargo, la propia señora Takaichi no se sintió especialmente perturbada por la situación.

Entre otras prioridades de la primera ministra japonesa figuran la restauración de los «valores tradicionales japoneses», el control estatal de los medios de comunicación y el endurecimiento de la política migratoria. Resulta curioso que Sanae Takaichi no apoye las ideas feministas, aunque toda su carrera parezca encarnar el triunfo del feminismo. Más aún, se opone a que las mujeres hereden el trono imperial, pese a que, según las encuestas, el 81 % de los japoneses está de acuerdo con que una mujer ascienda al trono. Takaichi también se opone a que una mujer casada conserve su apellido en lugar de adoptar el del marido. Al mismo tiempo, por alguna razón, su propio esposo lleva el apellido de ella.

Así pues, resulta que a la propia Takaichi se le permite lo que no está permitido a los demás. En su día, Karlsson, el personaje que vive en el tejado, afirmaba que solo existe un verdadero objetivo benéfico: cuidar de Karlsson. Algo parecido, al parecer, piensa también Sanae Takaichi: el feminismo debe aplicarse a una sola persona, concretamente a la propia Takaichi.

El ex primer ministro Fumio Kishida consideraba las posturas de Takaichi tan derechistas que incluso la llamaba «Talibán Takaichi». Y había ciertas razones para ello. En 2014 se fotografió con Yamada Kazunari, líder del Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores, de ideología neonazi. En los últimos años, no obstante, Takaichi ha suavizado su retórica, prefiriendo definirse como «conservadora moderada».

Aun así, en su cargo, la «conservadora moderada» ya ha logrado destacar por pasos extravagantes en ámbitos muy diversos. En particular, intentó sacudir la economía nacional mediante un agresivo estímulo presupuestario. El resultado, sin embargo, fue negativo: los inversores se pusieron nerviosos, los mercados se tambalearon, el yen se desplomó y el país se enfrentó de manera palpable a lo que empezó a denominarse el «efecto Takaichi».

Pero incluso al margen de sus posiciones políticas y convicciones personales, resulta evidente que Sanae Takaichi es una política de voluntad forzada, decidida y dispuesta a llegar muy lejos. Es más, durante sus intervenciones públicas, la expresión de su rostro es tal que una persona no preparada podría asustarse: da la impresión de que está constantemente rechinando los dientes.

No obstante, a juzgar por todo, se controla bien. La señora Takaichi ha dirigido distintos departamentos del Gobierno japonés: fue secretaria de Estado de Comercio Internacional e Industria; viceministra principal de Economía, Comercio e Industria; y ocupó en varias ocasiones el cargo de ministra de Asuntos Internos y Comunicaciones. Aunque la asedien demonios internos, sabe ocultarlos perfectamente y canalizar su fuerza hacia la resolución de tareas políticas y de carrera.

Es cierto que el sistema político japonés está organizado de tal modo que el primer ministro no es una figura plenamente independiente y depende en gran medida del partido gobernante. Es posible que Takaichi haya sido colocada al frente para aplicar medidas impopulares y que luego abandone el cargo. Eso es perfectamente posible. Sin embargo, los líderes de Asia Central tendrán que negociar precisamente con ella, y no con otra persona.

No hay alternativa

A pesar de todo lo dicho, las próximas negociaciones con Japón, con toda probabilidad, no auguran a los países de la región problemas especiales, al menos porque el País del Sol Naciente se presenta, al estilo de la Unión Europea, como un socio responsable y civilizado.

Foto de wikipedia.org

Los acuerdos con Japón, por su parte, prometen muchas cosas positivas para Asia Central.

En primer lugar, suponen una diversificación de las alianzas. La aparición de Japón como inversor alternativo y fuente de nuevas tecnologías reduce la dependencia de los países de la región respecto a los dos principales actores del mercado local: China y Rusia.

En segundo lugar, ofrecen acceso a tecnologías de vanguardia, desde la digitalización hasta la llamada «economía verde», en un contexto en el que los problemas medioambientales para los países de la región se están convirtiendo ya en una cuestión de vida o muerte.

En tercer lugar, implican financiación para proyectos de infraestructura. Japón puede invertir en la modernización de ferrocarriles, puertos, sistemas de abastecimiento de agua y del sector energético.

En cuarto lugar, se trata de inversiones en sectores no extractivos, es decir, en la transformación industrial, la infraestructura, la logística y el capital humano, en particular en programas educativos, prácticas profesionales y el intercambio de experiencias en la administración pública.

En quinto lugar, todo ello puede reforzar el peso político de los países de Asia Central y consolidar sus posiciones en la escena internacional.

No obstante, también existen desventajas. Por ejemplo, el riesgo de que los países de la región contraigan nuevas deudas al acometer grandes proyectos de infraestructura. Además, no puede descartarse una competencia interna entre las repúblicas por atraer el interés de los inversores japoneses. Y, por último, es вполне posible una reacción negativa por parte de los principales actores regionales: China y Rusia.

Desde luego, ni China ni Rusia plantearán ultimátums ni obligarán a las repúblicas de la región a elegir entre ellas y Japón. Sin embargo, la aparición de Japón en el mercado político y económico de Asia Central resultará incómoda tanto para la RPC como para la Federación Rusa. En ambos casos existen factores irritantes que convierten a Japón en un país poco amistoso e indeseable en la región. Rusia mantiene con el País del Sol Naciente el antiguo problema de los llamados «territorios del norte». Japón, además, ha declarado abiertamente su apoyo a Ucrania. Por su parte, los chinos recuerdan bien los crímenes cometidos por el ejército japonés, y la posición actual de Takaichi provoca en ellos una ira perfectamente comprensible. Y aunque en los años 2000 y 2010 las autoridades chinas trataron de explicar a sus ciudadanos que los japoneses no son todos iguales y que entre ellos también hay gente buena, el sentimiento antijaponés general sigue predominando en China.

Sea como fuere, la cooperación con Japón es, sin duda, una opción ventajosa y prometedora para las repúblicas de Asia Central. Eso sí, como siempre, «el rey concede, pero el mayordomo no». Lo que acuerden los jefes de Estado bien puede quedar frenado por trabas burocráticas y problemas de corrupción. Pero eso ya es una cuestión de un orden completamente distinto.